La semana pasada salvé la vida a un hombre. Todo ocurrió en Ciutadella, Menorca. Estaba en Casa Manolo, un restaurante del puerto, con mi esposa Nina y con nuestros amigos David y Anna Lena. De repente, se oyeron los gritos de una mujer que decía: ¡ayuden a mi marido por favor! Me di la vuelta y vi al marido desmayado en frente de su plato de comida. Lo vi desde la parte de atrás, por lo que no pude distinguir bien qué pasó. Primero miré alrededor por si había algún médico en el restaurante. Nadie se ofreció, por lo que 5 segundos después decidí que era yo o nadie. Cogí al hombre y abrazándolo le presioné por el abdomen con todas mis fuerzas, el hombre estaba desvanecido y parecía que no reaccionaría. Pero cuando le apreté por sexta vez, tan fuerte como podía, escupió la comida y comenzó a moverse. El hombre fue recuperando poco a poco la fuerza hasta que pudo sentarse por sí mismo. Entonces dejé de aplicarle la
maniobra de Heimlich.
¿Por qué sabía cómo realizarla? Porque viví durante 18 años en USA y en todos los restaurantes hay un cartel que explica qué hacer si alguien se ahoga. No entiendo por qué nadie hizo nada para ayudar a este hombre. En alguna ocasión alguien me dijo que esto se llama el «efecto espectador»: la multitud se queda mirando en estado de shock, pero nadie es capaz de reaccionar y hacer algo. Cuando el hombre se recobró todo el mundo estaba muy feliz. Aquello no era un evento deportivo, sino lo más cerca que cualquiera de nosotros iba a estar en la vida real de ver morir a una persona.
La mujer tenía lágrimas en los ojos, estaba temblando. Pero la pareja, un señor de aspecto amable y su mujer, ambos de unos 60 años, se quedaron en el restaurante. El hombre recuperó la conciencia y se sentó, parecía pegado a la silla, tratando de hacer frente a lo que sucedió. No quiso más ayuda ni tampoco que llamasen a una ambulancia. Después de recobrar la respiración, se sentía mucho mejor. Alrededor de 10 minutos más tarde, el hombre ya se sintió más animado, se dio la vuelta y me dio las gracias efusivamente, ordenando cava para todos los de nuestra mesa. Su esposa me miraba como si hubiera sido enviado por Dios para salvar a su marido. Yo no soy creyente pero de todas formas, me alegro mucho de que estuve allí.
Mi padre murió en un vuelo internacional cuando yo tenía 22 años. Nadie lo salvó. Este hombre de 60 años me hizo sentir un poco más cerca de mi padre.