Hoy llegué a casa del trabajo de muy mal humor. Algo raro porque en general me gusta mi trabajo, pero tenía unos temas que no se me ocurría como resolver y que me habían afectado negativamente. Pero al llegar, mi casa, estaba llena de familia, mis tres hijos menores, Nina, mis padres…todos aquí. Y empezaron las historias emocionantes y divertidas. Mi madre contó cuentos sobre sus padres y sus abuelos, que emigraron de Europa muertos de hambre y que en pocos años en Argentina lograron mucho éxito, los de los vinos Flichman por ejemplo, o mi abuela Ora con su galería de arte Galatea. Relatos de la Argentina de hace muchas décadas, la que era agradecida con sus ciudadanos. Luego vino Mia, nuestra hija de 7 con un maravilloso poema que había escrito llamado «La Caja», en el hablaba de que la vida empieza con la sonrisa de un bebé y termina con el chiste repetido de un abuelo. El poema trataba de una caja de la que se podían sacar experiencias vitales. David el de 5 me hizo un dibujo, un retrato en el que yo parecía una mezcla entre Superman y el muñeco de lata del mago de Oz. Ben, el de un año, aprendió a decir Shabbat Shalom o algo que sonaba parecido. Durante Shabbat los niños contaron los momentos más importantes de su semana, yo hablé sobre el hambre en Yemen y la falta de solidaridad de los seres humanos.

¿Por qué cuento esto? Por una simple verdad: no hay nada tan malo en el trabajo que una gran familia no pueda solucionar. Ahora todos están dormidos y yo antes de dormirme quería compartir esta historia de esperanza. Quería enviarle un abrazo a todos los que esta noche están angustiados por su trabajo. ¿Mi consejo? Abraza a tu familia, es la mejor medicina.